Esa Tarde que Casi No Cuento
Todavía me río (y me da un escalofrío) cuando recuerdo esa tarde. Tendría yo unos 10 años, veraneando en el pueblo de mi abuela. Típico día de campo, sol pegando fuerte, y yo, con esa curiosidad insaciable de niño que no mide peligro. Había visto unos terneritos por ahí cerca, detrás de un potrero, y se me metió en la cabeza que tenía que ir a verlos de cerca. ¿Quién no querría ver esos ojitos tiernos y esas patitas flacas?
Me fui acercando con cuidado, sorteando unos arbustos y pisando pasto alto. El ternero estaba con su mamá, una vaca enorme, de esas que imponen respeto solo con mirarlas. Yo, en mi inocencia, pensé que si me portaba bien, la vaca no me haría nada. ¡Qué equivocado estaba! Apenas me asomé un poco, la vaca levantó la cabeza, soltó un mugido que sonó más a rugido y empezó a caminar hacia mí, despacio al principio, pero con una determinación que me heló la sangre.
La Adrenalina Pura y la Fuga
Ahí se acabó la ternura. Mi cerebro infantil solo registró una cosa: PELIGRO. Di media vuelta y salí corriendo como alma que lleva el diablo. Escuchaba sus pasos detrás de mí, cada vez más cerca, el mugido ahora era más fuerte, como una locomotora enojada persiguiéndome. Mi corazón iba a mil por hora, las piernas me dolían pero seguían moviéndose solas.
De repente, en mi carrera desenfrenada, llegué a un punto donde el potrero terminaba en un caño, una zanja de riego bastante ancha. No sé, calculo que tendría fácil unos tres metros de ancho, con agua en el fondo. No había puente, no había por dónde. Miré atrás por un instante y la vaca estaba ¡ahí mismo! Sin pensarlo dos veces, supongo que el instinto de supervivencia activó algo que ni yo sabía que tenía, me lancé.
El Salto Imposible
No sé cómo lo hice, en serio. Sentí el impulso, el vacío bajo mis pies, el aire en la cara. Fue un instante. Aterricé raspando las rodillas en la otra orilla, pero estaba al otro lado. Me di vuelta jadeando, mirando la zanja, mirando a la vaca que se quedó ahí, parada al borde, sin entender supongo, o quizás resignada. Y me vi a mí mismo al otro lado.
Me quedé un buen rato sentado en el pasto, recuperando el aliento, mirando el caño y pensando: ¿Acabo de saltar eso? Era algo que jamás habría creído posible en condiciones normales. Fue pura adrenalina, puro miedo, pura necesidad de escapar. Esa vaca me dio el susto de mi vida, pero también me enseñó (de la forma más salvaje) de lo que es capaz el cuerpo humano cuando está al límite. Una anécdota que, aunque aterradora en el momento, ahora cuento entre risas. Cosas de la infancia, ¿verdad? 😂


